La patrona del cerro
El poto de la Virgen. Cada vez que te pierdas, Rucia, recuerda que vivimos mirando el poto de la Virgen. La doña no tiene ojos para nosotros, sólo mira a los que están al otro lado del río, así es que mientras el resto de la ciudad le reza a su cara piadosa, nosotros nos conformamos con su traste, que por lo demás no está nada de mal, todo blanco y de loza, todo casto y puro, el poto de la Virgen. Sobre el techo de su casa, haciendo equilibrio entre tejas y antenas, una vez su abuela la subió y le habló así. Cada mañana y cada tarde, la vieja se encaramaba con la ayuda de una escoba y se hincaba, junto a su séquito de gatos malolientes, a rezarle a la Virgen. Su rezo podía escucharse por sobre las cabezas de todos desde el interior de la casa, un Ave María eterno que se repetía mil veces desde algún rincón del techo. Hay que rezar, Rucia, porque si no el Diablo nos come el alma. No importa que la Virgen no nos mire, no importa que tu padre y tu madre sean unos descreídos. Reza conmigo, mi Rucia linda, y no te olvides nunca que ese poto blanco de la Virgen te puede salvar cuando menos te lo creas.