Santiago en 1868
Pronto será Nochebuena en ese año de 1868. Santiago, capital de Chile, se prepara para celebrar la llegada del Niño Dios. La ciudad cuenta con ese entonces con ciento treinta mil habitantes y se extiende de sur a norte, a través de una distancia de seis kilómetros, desde el Matadero Público hasta el Cementerio General, y de oeste a este en cinco kilómetros, desde la Quinta Normal hasta el Seminario Conciliar. Más allá de esos lugares comienzas las quintas y las chacras, que huelen al perfume de los campos. Todavía predomina la idea de que las calles de “pelo entero” son sólo las que siguen el curso del agua de la cordillera al mar; las otras son las repudiadas y modestas calles atravesadas, calles de “medio pelo”, como las calificó Benjamín Vicuña Mackenna. La Alameda de las Delicias, única arteria importante que cruza la ciudad, se compone de dos filas de álamos que cubren con sus hojas el camino por donde corren los coches a la Estación Central y un modesto tranvía de sangre que parte de la Estación y termina en la Universidad, frente a la calle Ahumada. El pasaje cobrado por mujeres que usaban sombrero de hule negro, un delantal blanco y un portamonedas en bandolera donde guardaban el dinero y las fichas de hueso que representaban el monto del boleto: rojas para la primera clase y negras para la segunda. Esta última, expuesta al calor y al frío a la cual se accedía por una escalerita, se llamaba pomposamente la “imperial”. Chile era el único país del mundo en que las mujeres desempeñaban la profesión de cobradoras.