Trolley Bilbao
Ubiquémonos, por ejemplo, en la Plaza de Armas, en medio de una cola para el trolley Bilbao. Ese cobrador que se nos acerca para vendernos anticipadamente un boleto, no es otra cosa que un demonio camuflado, y el boleto que nos vende es un libro abierto en el cual está consignado nuestro futuro inmediato. Al comprarlo, nos abocamos fatalmente a enfrentarnos con treinta o cuarenta minutos durante los cuales no vamos a vivir, sino solamente a esperar. A esperar el advenimiento de la Plaza Baquedano, meta que no nos interesa en sí, sino solo como mojón o poste de referencia. A esperar el fugaz y aburridísimo espectáculo del monumento a Balmaceda, o la débil melancólica euforia que se apodera de todo pasajero cuando el trolley dobla por Seminario, pareciendo indicar con esta maniobra que por fin se ha avanzado algo, o que parte del camino ha quedado atrás. De nada nos sirve en tales casos el cerrar los ojos: el vacío que se produce es el mismo de una u otra manera. Nos agobia el Tiempo Muerto que pesa sobre nosotros como un cubo de agua podrida o como un aire irrespirable. Solo descansaremos al llegar a la meta.