Uniformes azules
A las diez de la mañana la plaza Vicuña Mackenna era un agitada colmena de uniformes azules, de voces agudas, de gritos y consignas; un revuelo que tendía a crecer sin noción de su límite; un mar que se contenía apenas en las dimensiones de la plaza; un océano a punto de hervir. Después de los institutanos habían llegado los del Lastarria, las escalinatas de la Biblioteca Nacional se atiborraron; las del Uno de niñas, unas pocas, las primeras linduras en medio de la algarabía; los del Valentín Letelier, y también se repletó la calle; los del Barros Borgoño, y ya la masa ocupaba una parte de la Alameda, dividida en dos falanges por el tráfico, creciendo la otra desde las puertas del cine Santa Lucía hacia San Isidro; los del Amunátegui, y así se fueron repletando también los faldeos del cerro, sus escaleras, sus torreones; las niñas del Tres y también las del Siete y las del Once, hasta que el mar fue encontrando su color, la muchedumbre su tonalidad marina, su fuerza y su temperatura, hasta que el cerro Santa Lucía se transformó en un volcán que apabulló las calles con sus ríos azules, sus fuegos estridentes, su incontenible erupción.