Las noches perdidas de calle Bandera
Estas calles de diversiones, como es la última cuadra de Bandera, tienen una variada apariencia, según las horas del día o de la noche.
A las diez, ya están abiertos los cabarets y se repletan los bares. Los avisos luminosos brillan afuera, como en un día de lluvia, sobre la calle y la acera recién lavada; pasa el regador nocturno y los ociosos deben abrirle cancha para no ser alcanzados por el chorro de su potente manguera. Por las puertas entreabiertas de los “dancings” salen bocanadas de música y de aire confinado, azuloso. Los tranvías pasan de tiempo en tiempo, con un ruido de fierros viejos y destemplados. En la esquina se establece algún muchacho que vende tortillas o pequenes. Sobre los paños blancos que envuelven su mercancía (como si fuera un enfermo en una mesa de operación) descansa un farolito con la vela encendida. Apenas se ve la pequeña llama entre los potentes focos eléctricos y los avisos luminosos, pero el farolito sigue encendido por costumbre. Recuerdo, tal vez, de la vieja bohemia santiaguina, de sus calles obscuras y el débil alumbrado del gas. Así se mantiene la calle Bandera hasta la madrugada. Los tranvías dejan de circular poco a poco, y los grupos callejeros se tornan más comunicativos. Alguna reyerta estalla sobre el pavimento húmedo, que se cubre con sangre o con vino. No siempre es fácil distinguirlos.
Por fin, empalidecen el cielo y el entusiasmo de los trasnochadores; los focos se apagan; cesa la música y comienzan a circular los primeros tranvías. Pasan algunos obreros soñolientos que van a su trabajo, y miran cómo la escoba barre la orgía de esa noche que ellos no vieron.