Era la vida
Era la vida. Era su rudeza. Y eran sus compensaciones. Y nosotros, los chiquillos de aquella época, éramos el tiempo en eterno juego, burlando esa vida que, de miserable, se hacía heróica. Allá, la calle San Pablo. Acá, el depósito de tranvías y los grandes talleres de la Compañía Eléctrica. Y entremedias, nuestro dolor inconsciente, nuestros aros de hierro que conducíamos con un garfio de duro alambre, nuestros carretones de torcidas ruedas en que hacíamos los Ben-Hur, nuestros ficticios arrestos de Jorquera, Castillo o Plaza, nuestros trompos desastillados o nuestros revólveres y caballos de palo con que nos disputábamos el derecho a ser un Eddie Polo. Acaso las calzadas y las aceras, con sus altos y bajos, con sus piedras sueltas y sus pozas, se opusieron al libre curso de aquella nuestra vida de animalillos libres. Pero no importaba. Eramos niños. Y no había obstáculos para nosotros, pues los que hubiera salvábamoslos a costa de empeños que, al cabo, nos resultaba una sucesión de esfuerzos