El City Hotel
Cruzo el bandejón central y llego al Paseo Ahumada. Un camión cisterna lava los adoquines y banquetas. Está casi todo cerrado. Camino. Un grupo de niñas harapientas juguetea y revisa los tarros de basura. En otra fuente de soda, los garzones barren y colocan las sillas sobre las mesas. Entro a un Delta que está a punto de cerrar. Ya no venden fichas. Hay puros hombres. El olor a cigarrillo es insoportable. Miro cómo un tipo joven, con facha de obrero a pesar de las zapatillas Adidas impecables, juega Pac-Man. Hasta que un viejo de abrigo empieza a mirarme fijo, de manera obsesiva. Decido irme. Salgo y sigo caminando, rumbo a la Plaza de Armas. En Agustinas, varias putas en franca decadencia conversan entre sí y murmuran a mi paso: «¿Estás solo, lolo?». Esto es grave, se me ocurre: es más que tarde, no puedes volver a casa, no tienes a quién llamar y en esta calle hay de todo menos algo que te sirva. En la esquina de Huérfanos hay estacionada una patrulla militar con dos milicos que la custodian.
Miro mi reloj: faltan cuarenta minutos para el toque. Corro hasta Compañía y hago parar un taxi. En eso veo un inmenso letrero de neón rojo, empotrado verticalmente en un edificio: CITY HOTEL.
El taxi se acerca.
—Perdone —le digo—. Siga no más.
Camino diez pasos y entro en una suerte de galería cubierta de vidrio, que separa los dos edificios que conforman el hotel. No hay nadie.Ya en la recepción, toco la campanilla. Aparece un tipo gordo con pinta de trasnochado pero cara de buena persona. Debe tener unos cincuenta años.
—¿Diga? —me pregunta extrañado.