¡Desnúdenla!
Una luz blanquecina flotaba sobre los escombros de la destruida colonia, dando la impresión de un raro encantamiento bajo la noche clara, encantamiento que interrumpía de trecho en trecho la hosca sombra de algún caserón de madera que quedaba en pie.
El mar del estrecho estaba cruzado por una ruta brillante, camino de espejuelos movidos temblorosamente por la brisa helada del oeste, que venía de peinar el lomo de la península de Brunswick para rizar al mar. Cerca de El Peral, a cuyo pie brillaba una costra de sangre humana, extendida sobre la tierra como una piel reluciente de lobo marino, había un cañón de artillería, junto al que conversaban tres hombres, destacándose la fina y alta silueta del feroz Cambiaso.
—¡Desnúdenla! —dijo el tirano cuando los artilleros y la mujer estuvieron al pie del cañón.