Plaza Colón,
Esta internacionalidad no existía antes. Yo recuerdo una niñez tediosa, en casas viejas en donde las paredes trabajadas por las polillas se derrumbaban bajo la presión de los pulgares. Tal vez durante mucho tiempo el deporte favorito de los niños era fabricar rudimentarios agujeros para espiar la vida íntima de los vecinos. Y viceversa. Los únicos rostros distintos se veían en las cercanías del puerto, con marineros blasfemadores, secos para el trago, y aburridos. Se les veía asaltar entusiastas la aldea, temprano en la mañana, y en la noche consumir cervezas de a litro en boliches más lúgubres que animados.
Era un tiempo en que nada suavizaba el tránsito de la niñez a la adolescencia. Para un niño descendente de yugoeslavos no quedaban otro consuelo que el estudio (¡maldita la gracia!) y el basquetbol. Para triunfar en este segundo rubro se requería acatar una prohibición intolerable: no andar suspirando precozmente por las jovencitas de Plaza Colón o las de los colectivos.
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Los viejos yugoeslavos y griegos dilapidaban las ganancias de sus comercios en un hipódromo que ahora es cancha de fútbol, y la banda de militares rugía los domingos en la plaza transitando no con mucha comodidad desde las áreas wagnerianas a los primeros mambos de Pérez Prado. Se fumaba Richmond y en el cine pasaban aventuras con Tyrone Power, musicales de Mario Lanza, y pateábamos al final de la función para que el maquinista lanzara las cómicas.
Pero en el verano de 1969, por ejemplo, todo es diferente, excepto la cálida y amistosa relación de los pobladores que el crecimiento industrial, hotelero y comercial, no destruye. Tal vez a Antofagasta le tocó la suerte de recibir la prosperidad y no perder la modestia. La ciudad es activa, pero se puede perder el tiempo charlando largas sobremesas sin que nadie se inmute. Los trabajadores trasnochan sin mirar el reloj. Los jóvenes se dejaron crecer el pelo y organizan festivales de música beat en los balnearios.
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Pero en la ciudad misma, la Plaza Colón sigue aceptando abuelos con nietos, militares de franco que se arriman a las polleras de las muchachas tratando de disimular las espinillas mientras chupan con timidez y celeridad cigarrillos arrugados, músicos que no se intimidan con los temas de Raphael, y, en general toda la gama de despistados que necesitan del rito de pasear en verticales por Prat para cazar el imprevisto que convertirá la rutina en aventura. En cuanto a los niños, no cambiarán el león de la plaza ni por el cohete Apolo. Si usted es fotógrafo, ellos serán su clientela.