Tierra de madera y papas
Estoy en Chile, el país de mi abuela Nidia Vidal, donde el océano se come la tierra a mordiscos y el continente sudamericano se desgrana en islas. Para mayor precisión, estoy en Chiloé, parte de la Región de los Lagos, entre el paralelo 41 y 43, latitud sur, un archipiélago de más o menos nueve mil kilómetros cuadrados de superficie y unos doscientos mil habitantes, todos más cortos de estatura que yo. En
mapudungun, la lengua de los indígenas de la región, Chiloé significa tierra de
cáhuiles, unas gaviotas chillonas de cabeza negra, pero debiera llamarse tierra de
madera y papas. Además de la Isla Grande, donde se encuentran las ciudades más
pobladas, existen muchas islas pequeñas, varias deshabitadas. Algunas islas están
agrupadas de a tres o cuatro y tan próximas unas de otras, que en la marea baja se
unen por tierra, pero yo no tuve la buena suerte de ir a parar a una de ésas: vivo a
cuarenta y cinco minutos, en lancha a motor y con mar calmo, del pueblo más
cercano.