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las artistas son de temer

Al atracar en Cucao, los que bajaron a tierra antes que ella y el muchacho que permaneció en la lancha porque iba a otra orilla la ayudaron a desembarcar sus bártulos. Acezaba acomodándolos a su espalda o atando una sarta de paquetes para llevarla al brazo, pero los demás viajeros dejaron que se las arreglara sola entre las quilas de la orilla porque doña Petronila era una temida artista. El grupo se echó a andar hacia el caserío, disolviéndose en la arena de las calles apenas sugeridas, donde sin relación unas con otras se levantaban diez o quince casas de tablas encanecidas por la sal de las rompientes.
Doña Petronila los siguió, aún cuando no se veía a quién seguir. Cansada, Sí, pero cargando todo lo que se había propuesto comprar. Era el sexto viaje que le debía al dueño de la lancha, un tal Barrientos, pero de unos Barrientos de otra parte, no de los de aquí, al que le dijo que cuando enterara diez viajes el menor de sus hijos —no son hijos míos, pero son más que hijos—, le pagaría con trabajo de carga y descarga. Se había levantado un vientecillo insidioso, de esos arrastrados que se meten por debajo de las polleras de las mujeres ganosas y las embarazadas. Doña Petronila se encorvó para enfrentar el viento. En las calles todas las puertas y todas las ventanas estaban cerradas. No se veía ni un alma. Claro: cómo, con este ventarrón, y con esta marejada que remecía el planeta tan alto que era como si el Pacífico subiera hasta la curvatura del horizonte inmenso para ensamblarse con el cielo, que comenzaba muy arriba.

—Viento de mierda —murmuró doña Petronila.
Al doblar la esquina de una casa de madera quebrada por un aletazo de viento y que quedó así, se encontró de sopetón con una mujer vestid de negro y se saludaron. Doña Petronila la arrastró para guarecerse con ella contra un muro.
—Oye, Ulda —dijo la artista. Quería preguntarte una cosa.
La Ulda no ignoraba que encontrarse con doña Petronila en una calle desierta era de mal agüero. Titubeó un segundo antes de seguirla y la ayudó a desembarazarse de su carga para charlar. Tomando la caja con pollitos sobre su falda se sentaron en la arena. Doña Petronila, hurgando en los envoltorios de ropa que la cubrían, le ofreció un cigarrillo que la Ulda rechazó.
—Oye, Ulda —repitió la bruja una vez que estuvieron instaladas y con el cigarrillo encendido—. ¿Era de Dalcahue o de Cúraco de Vélez, Mañungo Vera?
La Ulda retuvo una sonrisa. Sus maduros ojos negros eran demasiado cargados de pestañas, demasiado atentos en la cara blanca y fresca. Sus cejas espesas se fruncieron al preguntar:
—¿Para hacerle un mal, querías saber?
—No. Para llamarlo. Creo quer era de Dalcachue.
—No. Yo nunca fui profesora de Dalcahue. Mañungo era de Curaco de Vélez, nacido y criado allá hasta que se fue a Concepción y a Santiago, y a París cuando cambió el régimen y a mí me relegaron aquí por sospechosa…

La desesperanza
José Donoso
Seix Barral
Año de publicación: 1986
ISBN: 978-8432205569
Genero: Novela
Tema: Brujería
Recomendado por: Conrado Soto Karelovic