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La voz de la vieja

La lancha que cruzaba una vez por semana, a veces dos, el lago Huillinco, unido al lago Cucao formando un ocho perpendicular tocando la playa del pacífico, era el único medio de comunicación del litoral oeste de la isla grande con el mundo exterior, separado por kilómetros y kilómetros de fría selva coriácea que entre telones de neblina y de lluvia cubre las orillas de ambos lagos. Al bajar del destartalado bus que hace el trayecto desde Castro a Huillinco, el viajero encontraba en las mañanas de lancha un piño de gente tomando la embarcación de apariencia demasiado frágil para contener a los pasajeros que desde temprano esperan hacinados adentro.
Como la lluvia es el elemento natural de la zona, pocos de los que esperaban la partida habían tomado precauciones extraordinarias contra la intemperie: a lo sumo algún gorro tejido, los habituales ponchos pardos, pañuelos para protegerse del viento firmemente atados a las cabezas de mujeres de achatadas facciones polinésicas, chalones de grandes cuadros envolviéndolas. Desde el extremo del muelle de madera, hombres y mujeres saltaban a la lancha a punto de zozobrar y se acomodaban adentro con sus paquetes de compra, porque el caserío de Huillinco en el extremo oriente del lago era el centro de aprovisionamiento para Cucao. Una señora gorda y corta, de tetas apretadas por refajos, la tez amarilla, casi sin dirigir sus ojos chinos al muchacho que corrió desde el bus para alcanzar la lancha, se removió con el fin de hacerse un hueco junto a ella en la bancada repleta.
La lancha dejó atrás el muelle echando pestilencia de combustible. Una manga de lluvia ocultó el caserío, pero duró poco: la neblina se instaló durante un rato, y después la lluvia volvió a cuajarse. La conversación era de temas consuetudinarios: el caballo manco que mejoró, llegó carta del hijo que vive en Río Gallegos, caro el azúcar este año, y el té, van a abrir la carretera, parece. La proa densa de pasajeros achaparrados bajo la lluvia hendía la neblina: atisbos de claridad sugerían el perfil de una persona en el grupo, el pompón de una gorra, unos bigotes, una mano ahuecada contra el viento para encender un cigarrillo. El compañero de asiento de la gorda aprovechó un escampe para encender un Viceroy en la caverna de su mano, igual al baqueano de la proa, y le ofreció el paquete a su compañera, que aceptó sin mirar. Después, el muchacho se reclinó de nuevo sobre la guitarra enfundada que llevaba sobre las rodillas. Absorta, los ojos lagrimeándole, la señora, colocando en su falda una caja de zapatos agujereada llena de pollitos, no dijo nada durante un buen rato, como si escuchara, hasta que por fin murmuró:
—La voz de la vieja…, va a abrir…
Diez minutos después comenzó a despejarse el cielo. Antes de mediodía, pasando por la angostura entre el lago Huillinco y el lago Cucao, bajo un cielo mansamente azul, el muchacho se sacó la gorra de lana, derramando su pelo negro hasta los hombros. Entonces la gorda le preguntó:
—¿Eres Mañungo Vera?
—Ojalá fuera… —repuso el bisoño de la guitarra, riendo al ofrecer otro cigarrillo a su compañera de viaje que de nuevo aceptó y dijo:
—Será más viejo que tú. Pero es igualito.
—¿Era de aquí?
—No. De Dalcachue. O de Curaco de Vélez. No me acuerdo.
Doña Petronila Quenchi no le volvió a hablar al falso Mañungo Vera durante el resto del viaje, que fue largo: Aunque partieron a mediodía de Huillinco no llegarían a Cucao hasta que comenzara a debilitarse el sol. Doña Petronila reservaba la energía que le quedaba de pasar la noche echada a la intemperie después de haber vendido su cochayuyo a los japoneses, para la marcha de cuatro horas por la playa hacia el sur, hasta su choza en las dunas frente a la lobería.

La desesperanza
José Donoso
Seix Barral
Año de publicación: 1986
ISBN: 978-8432205569
Genero: Novela
Recomendado por: Conrado Soto Karelovic